Todos
los días de la semana era la misma historia: llegaba al jardín emocionada
porque se acerque “la hora del arenero”. Más de 30 niños corríamos desesperados
para llegar primero a la casita de plástico, aquella con forma de tortuga; otros,
preferían el inmenso árbol que se encontraba justo en la mitad del patio (sus
grandes raíces eran los toboganes más divertidos); la mayoría de las mujeres,
preferían ir hacia una pared que estaba llena de flores y allí se pasaban los
30 minutos jugando a peinarse y ser las princesas de las margaritas; otros
escalaban un gran juego del cual nunca supimos el nombre pero sus caños de
colores y su base de madera nos parecían los lugares más altos del mundo y
llegar a la cima significaba ver todo el jardín y, además, a los chicos más
grandes en los recreos de primaria (“allá vamos a llegar algún día”,
pensábamos).
Yo
sólo tenía un objetivo cada vez que la señorita Mónica nos decía que llegaba la
hora de salir: buscar aquella cuchara que era sinónimo de ganar la casa
plástica (esa con forma de tortuga, de la que ya hablé), que tenía desde
escaleras hasta toboganes, por dentro arena y una gran cueva. Pero no era la
única que deseaba esa cuchara plateada con mango azul medio corroído por el
tiempo (que era la única y, por eso, la más preciada). Gonzalo y su grupo de
amigos también peleaban por conseguirla todos los días.
La
cuchara se encontraba siempre en el cajón de los juguetes, ese que compartíamos
los 30, así que siempre andaba perdida y había que gastar 10 minutos del recreo
dando vueltas y vueltas en ese cajón hasta encontrarla. Quien la conseguía
primero, corría desesperadamente hasta la casita plástica y subía por las
escaleras, victorioso. Atrás, su grupo de amigos festejando sin parar que esa
cuchara estaba en sus manos y no en la del otro grupo.
Cada
día era una batalla nueva de una guerra interminable. Gonzalo y sus amigos
siempre ganaban. Buscaban muy (pero muy) rápido y corrían alrededor nuestro
gritando y saltando, gozando su nueva victoria. Mis amigas y yo debíamos
aceptar la derrota y jugar en una casita de madera, mucho más vieja que la
plástica, que no era ni tan divertida ni tan linda. La casita de madera tenía
una pequeña puerta y dos ventanitas en el frente, una escalera de cinco escalones
y nada más. Por dentro estaba vacía, ni sillas, ni mesas, ni juguetes. Así que,
siempre que nos tocaba quedarnos ahí, nos sentábamos en ronda y comentábamos
los trabajitos que hacíamos en clase o la novela de las 5 de la tarde que todas
mirábamos.
Un
viernes 15 de noviembre, como todos los días a las 3.30 de la tarde, corrí
hacia el cajón a buscar la cuchara y muy en el fondo, entre un perro de peluche
y un camión rojo sin una rueda, vi el brillo del metal de la cuchara. Le grité
a mi mejor amiga, Luciana, y corrimos con la cuchara en la mano elevada en el
aire hacia la hermosa casita plástica. Entre nuestros gritos de victoria
(“¡Tenemos la cuchara y ustedes no!”) que repetíamos varias veces, Gonzalo
decidió no aceptar que aquel día había sido nuestro día de suerte y corrió
detrás nuestro. Corrió y corrió muy rápido hasta alcanzarnos y me puso un pie
por delante: caí sobre una raíz del gigantesco árbol que adornaba el patio. Él tomó
la cuchara y se dirigió hacia la cueva de la casita, mientras que yo, entre
mocos y lágrimas, fui con la señorita Mónica para que me ayude. Me había
raspado toda la frente y había un poco de sangre. Ella, muy enojada, me propuso
no volver a jugar con la cuchara y elegir otra cosa. Yo, cabeza dura, no quise
saber nada con abandonar esta pequeña guerra.
Cuando
mi mamá fue a buscarme al jardín, antes de las 5 de la tarde, y me vio
lastimada, le preguntó a la señorita Mónica qué es lo que había pasado.
Decidieron hacer una pequeña reunión imprevista para decidir qué iba a pasar de
ahora en más con “la guerra de la cuchara”. A mí me dejaron afuera, así que
elegí ignorarlas y seguir intentando ganar ese trofeo, la casita plástica y,
por supuesto, el honor. Pero comenzaba el fin de semana, y hasta el lunes nadie
iba a poder jugar con estas cosas.
Durante
ese fin de semana, mi mamá salió todos los mediodías y volvió todas las tardes
muy cansada, con pintura en brazos y cabello y con la ropa muy sucia. No quiso
decirme qué pasaba, por qué no se quedaba conmigo y jugábamos o por qué se
acostaba tan temprano a dormir. Ignoraba los ‘por qué’ hasta el lunes siguiente
que me llevó al jardín denuevo. Cuando se despidió me dijo: “Nos vemos en un
rato, no te olvides”. Y yo entré, como si nada, a enfrentar un día más de
batalla.
Ni
bien llegué al aula, Gonzalo vino hacia mí y me pidió disculpas una y otra vez
por haberme lastimado. Yo seguía muy enojada y no quise hablar con él. La
señorita Mónica me pidió que aceptase esas disculpas y, de muy mala manera,
sólo respondí “bueno” para que no siga persiguiéndolo la culpa de haberme
tirado hacia el árbol. El día siguió con normalidad hasta las 3 de la tarde.
Faltando sólo media hora para salir al patio y enfrentar una vez más a Gonzalo,
la señorita me llamó aparte del grupo y me llevó a Dirección. Allí estaba mi
mamá, la directora, la señorita y yo. Me contaron que estaban cansadas de las
constantes peleas entre los chicos y las chicas por la cuchara y que habían
tomado una decisión muy importante. “¿Se llevarán la cuchara?”, pensé yo y pedí
por favor que no nos la saquen, que yo la quería conmigo. Ellas rieron.
-
Te trajimos algo mejor, tomá. – me dijo mi mamá
y me alcanzó una pequeña cajita.
Cuando
la abrí, vi que dentro de ella había una hermosa cuchara con mango rosa. Más
plateada que la otra, más hermosa. Nueva, muy nueva. La tomé y miré a mi mamá.
-
Para que se acabe esta guerra, cada uno va a
tener su cuchara. Y hay, todavía, una sorpresa más. – siguió mi mamá, - Vení.
Fuimos
hasta el arenero, sólo faltaban 10 minutos para que sea la hora de salir a
divertirnos. Caminé muy despacio detrás de ellas con la cuchara en mi mano,
agarrada muy fuerte, no podía perderla. Pasamos de largo el árbol, la casita
plástica, el juego del que no sabíamos el nombre y se detuvieron. En ese
momento, se pusieron las tres juntas frente a mí, una al lado de la otra como
tapándome algo.
-
Esta es la otra sorpresa. Ahora tienen un lugar
sólo para ustedes. – dijo la directora.
Cuando
se corrieron, mis ojos se iluminaron y sólo pude sonreír y saltar de la
emoción. Aquella casita de madera, vieja y llena de humedad, aburrida y vacía,
que significaba haber perdido la cuchara y la casita plástica, aquella casita
que significaba la derrota, estaba cambiada. La habían pintado de blanco y
rosa, le habían puesto flores y habían construido una pequeña mesa y un par de
sillas para el interior. En el frente de la casa, casi llegando al techo, se
leía “El Fuerte de las Chicas”. Mi mamá vino todo el fin de semana al jardín a
crear esto junto a la señorita y a la directora para terminar con la guerra.
Luego
de haberles agradecido y festejado junto a ellas, se abrieron las puertas del
aula y los 30 compañeros salieron corriendo para ver nuestra nueva casa. Mis
amigas subieron conmigo y yo levanté la cuchara rosa, nueva y muy plateada.
Gonzalo miró su mano, vio su cuchara vieja y caminó muy despacio hacia la cueva
de la casita plástica. Era hora de jugar.